Al estar hospedada en la casa que fue de Victoria Ocampo, en Buenos Aires

La escritora y crítica colombiana Carolina Sanín pasó cinco días en una residencia del Fondo Nacional de las Artes para artistas en Casa Victoria Ocampo. Allí ocupó el cuarto que fuera de la mecenas y escritora argentina y nos dejó un relato sobre sus vivencias.

Por Carolina Sanín

Este cuarto es muy grande. Es posible que yo nunca haya estado en otro así. ¿Cuándo es tan grande un cuarto que deja de ser el cuarto de alguien y se convierte en un escenario con una cama en el medio? ¿Y qué sería una cama en medio de un cuarto de límites tan lejanos que ya no fuera un cuarto? ¿Sería la cama extremadamente hospitalaria, cama de paso que serviría para que cualquiera se acostara en ella en cualquier momento (para que todos tuvieran que acostarse en ella, en algún momento de su vida), o para que nadie se acostara nunca en ella? ¿Una cama dejada en un espacio abierto sería el accidente en el desierto —la roca en el campo, el otero en la planicie—, o sería, ella misma, la imagen del desierto en el desierto? O una cama de repente, en un espacio vasto y plano (como imagino el espacio argentino), sería la apertura de un camino.

Este cuarto grande —que por unos días es mi cuarto y que fue de Victoria Ocampo por unos años y es intemporalmente suyo— es mi campo dentro de la casa que hoy es el museo de la casa misma. ¿Qué sucede en una casa-museo? ¿La antigua casa que fue esta misma casa es su fantasma, cuya figura perdida se solapa con su actual figura? ¿El recuerdo de la casa habitada es el espíritu de la casa actual? ¿Cuál es la diferencia entre la casa habitada de ayer y el centro cultural que hoy la ocupa? La diferencia principal es que en la casa-casa —donde se vive— alguien duerme, y en la casa-museo o casa-centro cultural no duerme nadie. Puede concluirse, de manera suficientemente ilógica pero poéticamente cierta, que lo que distingue la vida de la existencia en la memoria y de cualquier otro estado es que dentro de la vida se puede dormir; se puede soñar e ir entonces a otro lugar distinto de la vida. La característica fundamental de la vida es, así, que dentro de ella se puede morir y seguir viviendo. Pero vuelvo al tema: yo estoy durmiendo ahora en la casa de Victoria Ocampo, y entonces el cuarto inanimado puede levantarse reanimado con un espíritu ajeno: con el espíritu de mi sueño. Puede revivir como un cuarto poseído, endemoniado, pues mi sueño no es su espíritu propio. Resulta que este cuarto donde me hospedo, que es un cuerpo que propiamente se reanima con un recuerdo que yo no puedo darle (con el recuerdo de cuando su dueña vivía en él), se reanima con mi ocupación ajenamente, desviadamente, impropiamente.

En el cuarto está la cama y hay un estante con libros, una chimenea, tres lámparas, dos mesas de noche, un sillón. Hay un escritorio que es también un tocador. Una se sienta al escritorio, a escribir esto en el computador, y detrás de la pantalla del computador le queda el espejo, como una pantalla en la que una pudiera verse, reflejado en el rostro, lo que va escribiendo. Es decir: como una pantalla en la que una ve que lo que escribe no la cambia, aunque quisiera. Al otro extremo de la ventana hay un atril, que podría sostener una partitura. Una se pararía frente al atril e interpretaría la partitura, pero en lugar de la partitura hay una foto de este mismo cuarto, en blanco y negro. Está tomada desde el vano de la puerta. Salen los muebles que el cuarto tuvo cuando estaba vivo en aquella vida. Los muebles de Victoria Ocampo. Un texto acompaña la foto. Es un pasaje de la autobiografía de Ocampo, en el que ella habla de otro apartamento que tuvo, en París, en la avenida Malakoff. Cuenta que desde su apartamento “veía Notre Dame cuando, en la mañana, me incorporaba en la cama”. De modo que este atril junto a mi ventana es una ventana a este mismo cuarto en otra época y a otro apartamento en el otro lado de la tierra, que tenía otra ventana por la que se veía la catedral de París. Es decir que hoy, porque Victoria Ocampo construyó una casa y escribió su autobiografía, existe este cuarto en Buenos Aires desde donde se ve la Catedral de Nuestra Señora de París. Es esa música la que está sin estar escrita en ese atril. Dice Ocampo —en aquel mismo pasaje que sostiene el atril junto a nuestra ventana— que en el apartamento de París no tenía muebles de imitación, sino mesas de cocina, muebles baratos y auténticos. “No importa qué, pero auténtico”, escribe.

En este lugar público —en esta casa reconstituida, editada, publicada— yo pongo, por unos días, mi intimidad. Cómo se llamará eso que pongo: “mi íntimo vivir”, podría decir. O podría decir: “mi autenticidad”. Pero lo que quiero decir —mi intimidad, mi autenticidad— se dice también de otra manera: “mi dormir”. A este cuarto, a este campo, pastoreo las ovejas y las cabras del sueño. En esta cama soy la huésped, pero también me figuro que soy, por un momento, la anfitriona de mi huésped. Porque yo duermo en su cuarto y estoy en su lugar, ella puede venir en mí, de cierta manera, en cierto sentido. Soy el centro viviente de la noche de la casa de ella.

El de huésped y el de anfitrión son papeles que se oponen a un aspecto de nuestra naturaleza, que nos lleva a querer ser isla deshabitada, rincón del mundo y mota de polvo y fiera salvaje, guarida y guardián. Pero esos papeles del drama hospitalario son los papeles esencialmente humanos. Hacer un lugar para otro en mi lugar es humanizarme. Poder acogerme en el otro es humanizarme. Y la humanidad es trabajo. Ahora estoy en esta casa, donde soy una huésped sin sentir otro anfitrión que la casa misma. La hospitalidad sin hospedero. Así es como vivimos, tal vez, los humanos: en una casa temporal y ajena, a cuyo dueño no vemos nunca; a cuyo dueño lo conocemos por sus trazos. Cuyo dueño nos ha dejado atrás.

Una casa es una caja. Un ataúd es también una caja. Un ataúd y una casa son, ambos, barcos. El ataúd es barca que navega, y la casa es el arca (como la de Noé) que transporta sin desplazarse. Ambos son vehículos para ir de un lugar a otro y de un tiempo a otro. Por más hincado que esté un lugar en la tierra (por más fijo que un recipiente esté) es móvil, y está flotando sobre las aguas: existe para que, dentro de él, cambiemos de sitio. ¿De dónde a dónde estoy yendo a bordo de esta casa de Victoria Ocampo? Al cuarto día de vivir aquí ya me he tomado confianza. Conozco los caminos de la casa. Anoche me senté en el sofá del segundo piso. La casa, que es una caja, se va convirtiendo en un camino. En un camino con caminos. Pasé ayer por un vivero y quise comprar una planta y dejarla allí en mi cuarto, en su casa. En nuestro cuarto. ¿Quién se va a dar cuenta de que no la puso allí el arquitecto? Seguramente pensarían, quienes cuidan la casa, que han de cuidarla y regarla. La planta crecería como un lazo entre dos mundos.

El mausoleo de Victoria Ocampo y su familia no es uno de los muchos mausoleos que parecen casas en el cementerio de La Recoleta. Es el que menos parece una casa. Es una piedra. Podría parecer una casa para estar encima, no adentro. O sea, una cama, más que una casa. Yo había conocido el cementerio de la Recoleta hace muchos años. Recordaba que los mausoleos eran profundos y crecían hacia abajo como casas de raíces secretas. Como casas que en realidad fueran plantas. Pero había olvidado que desde afuera, en casi todos, pueden verse los ataúdes puestos en sus repisas, como libros. Varios pisos de libros. No es así en el mausoleo de Victoria Ocampo. Como me hospedé en la casa de ella, fui a esa otra casa suya en la Recoleta. Y en las librerías busqué sus libros, esas otras casas de ella. En la ciudad busqué la calle Victoria Ocampo. Lo hice por superstición y lo hice por gratitud, y a veces he creído que es urgente que aprenda una gratitud que no sea superstición. Y que no sea deber. Lo que más me había acercado a esa gratitud del corazón es la hospitalidad de los extraños; el milagro que sucede cuando otro te hace un lugar en su lejano lugar, sin que nada en el mundo cambie por ello. Ese lugar ajeno, en el que uno se siente como en la horma misma del Amor, lo he habitado en Buenos Aires. Y ahora he conocido, además, aquí, la hospitalidad de los muertos.

 

* Carolina Sanín (Bogotá, 1973) es una escritora, crítica y periodista colombiana. Entre sus obras se cuentan Todo en otra parte (2005), Dalia (2010), Los niños (2014) y Alto rendimiento (2017), entre otras.

Sanín integró el grupo de creadores que inauguró las residencias para artistas en Casa Victoria Ocampo junto con al escritor argentino radicado en España Rodrigo Fresán, la artista cordobesa Camila Sosa Villada y el guitarrista Marcos Bueno.

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