“Comprar tiempo”, clave para los escritores

Damián Huergo, ganador de una Beca a la Creación y del 1º Premio en la categoría Cuento del Concurso de Letras 2017 por “Biografía y ficción”, interroga la relación dinero, Estado y escritura.

Por Damián Huergo

Por cuestiones del orden del azar y del misterio, el año pasado obtuve una Beca a la Creación por una novela que estoy escribiendo y el Primer Premio del Concurso de Letras -género cuento- por un libro ya escrito. La suma de ambos me permite comprar unas horas semanales en el mercado de la explotación propia y ajena; horas que entrego como una ofrenda exótica, a la escritura. Soy consciente de la excepcionalidad de los acontecimientos, de la fortuna individual que me tocó y, sobre todo, de que un vaso de agua jamás se puede comparar con un océano

En las solapas de los libros de ficción, debajo de la foto del autor o la autora, seguido del nombre y año de nacimiento, suele aparecer su oficio, profesión o trabajo. Luego, se enumeran el resto de su obra, las publicaciones en revistas y antologías, los premios obtenidos y, por último, el lugar que habita. Los escritores siempre tenemos que estar aclarando a qué nos dedicamos para vivir. Como si nuestro rol de escritores no fuese suficiente, solemos enunciar qué hacemos para tapar el agujero de la canasta básica familiar que la inflación crónica de nuestro modelo económico no deja de ensanchar.

Dentro de la nube de escritores y escritoras contemporáneas tenemos periodistas, docentes, pileteros, visitadores médicos, jueces, psicoanalistas, trabajadores del subte, editoras, detectives privados, marineros, y otra larga lista de oficios que conforman la patria monotributista en la que, para sobrevivir y escribir y publicar -como dice un amigo- se terminan aceptando contratos asimétricos donde siempre nos toca la peor parte. Trabajos, claro, que ocupan la mayor parte del día, de la semana, del año. Cuando leemos escritores canónicos que se jactan de escribir ocho horas por día lo primero que nos preguntamos es ¿quién los mantiene?, ¿de dónde sacan la guita?, ¿aún quedan mecenas?, ¿queremos un mecenas? Acto seguido, pensamos en la pulsión de muerte que nos lleva a sacarle horas al sueño, a los amores, a los hijos, a la militancia, al trabajo, a la vida pública, para escribir literatura, nuestra literatura.

A falta de una política cultural que conforme, por ejemplo, un Instituto Nacional del Libro similar al INCAA, las Becas Creación del Fondo Nacional de las Artes, al igual que los Premios a las diferentes actividades artísticas, son un atenuante ante este conflicto propio -pero no natural- de nuestra práctica, que nos obliga a trabajar en oficios y/o profesiones que nos dejen tiempo para dedicarle a la escritura. Una escritura que, paradojalmente, al menos en mi caso, suele ser lenta, paciente, morosa, antiproductiva, opuesta a los modos de vida de la época.

La historia de la literatura no se puede narrar sin la relación con el dinero. Tanto en la ficción como en la no ficción, y en sus cruces y obturaciones, claro, aparece el vínculo y, en particular, brilla la pregunta por el lugar del Estado en este lío. La literatura, como actividad artística, sabemos, está dentro de una industria y de un sistema de producción, en donde se mercantilizan creaciones individuales y colectivas. Entonces, ¿cómo se regula la experiencia íntima y social de la literatura? ¿El Estado se tiene que hacer cargo de sus escritores? ¿Qué literatura se produciría con escritores dependientes de un Estado mecenas? ¿Le interesa al Estado que se produzca y se lea más literatura? En los “Diarios de Emilio Renzi”, uno de esos libros acontecimiento que estamos leyendo todos a la par como si fuese una serie de Netflix, Ricardo Piglia se queja constantemente de que no tiene plata. Sin embargo, al mismo tiempo rechaza ofertas laborales para escribir. En ese cruce de decisiones, en esa ética de escritor hotelero, se cierra el Siglo XX y, a la vez, se abre una inquietud que, con el tiempo, deberemos responder con las preguntas correctas.

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